Incertidumbre

Marcos se arrastraba caviloso por el hospital el día en que se cruzó consigo mismo por primera vez. Iba pensando que quizá ya estaría muerto si no hubiera empezado el tratamiento hace más de un año. Puede que lo haya estado desde el principio y que solo estuviera ganando algo de tiempo. Había momentos en los que Marcos no conseguía escapar de estas reflexiones y sentía que se ahogaba, como un náufrago en un océano infinito. El dolor era soportable, siempre lo es, pero ya no se sentía capaz de enfrentarse a él sin saber si superaría la enfermedad o si cualquier día encontrarían su cadáver en su cama, en el sofá o en mitad de la calle. Aunque quería seguir luchando, no podía seguir haciéndolo rodeado de incógnitas, en un laberinto de incertidumbre.

Se vio a sí mismo desde lejos, a través de la gente que abarrotaba la sala de espera de la entrada del edificio. No sabía si creerse lo que veían sus ojos. Pensó que el cansancio le nublaba la mente o que quizá la quimioterapia incluyera también los delirios entre sus efectos secundarios. Empezó a fijarse en sus diferencias mientras el otro se iba alejando: llevaba el pelo engominado, vestía una elegante camisa remangada y andaba con decisión, sin la languidez que perseguía a Marcos desde hace meses. Pese a que su razón le gritaba lo contrario,estaba seguro de que se estaba observando al otro lado de la sala.

Decidió seguirle, tenía que hacerlo. Se dirigió casi corriendo a la puerta del hospital para evitar que se le escapara y lo observó bajando ágilemente las escaleras de la entrada principal. Un bochornoso calor envolvía la ciudad, pero Marcos vestía camiseta y pantalones largos para proteger su piel.Saco de la mochila que ahora llevaba siempre su gorra y un bote de crema solar: iba a necesitarlos para perseguirle bajo el sol veraniego. Empezó a andar detrás del otro mientras se embadurnaba la cara y la nuca. Se imaginó que con su trabajoso andar, su delgadez y la cara pintada de blanco debía parecer la personificación de la muerte.

Le costaba mucho mantener el ritmo del otro y empezó a preguntarse cuanto rato podría aguantar. Aunque hasta el verano había intentado salir a andar un rato todos los días, con la llegada del calor le había resultado insoportable. Seguro que su mujer estaría preocupada esperándole en casa. Pensó en llamarla, pero la situación era demasiado difícil de explicar, ni siquiera sabía que iba a decirle cuando llegara a casa. Marcos intentaba no volver a ocultarle nada a su mujer. Cuando fue al médico por primera vez no se lo contó, para no preocuparla. Luego no supo cómo decirle que le habían detectado cáncer. Le hicieron más pruebas y el médico le explicó lo avanzado de la enfermedad. Su mujer lo encontró en el salón. Nunca antes lo había visto llorar.

Marcos estaba agotado y notaba su corazón golpeándose histérico contra sus costillas cuando se detuvieron en una parada de autobús. Intentó mantenerse algo alejado para que el otro no lo viera, aunque suponía que con su lamentable aspecto era imposible que lo reconociera. El sudor le empapaba la gorra y la camisa de algodón, y resbalaba por su cara mezclándose con la crema. No había andado más de cinco o diez minutos, pero se sentía como si hubiera corrido una maratón.

El autobús llego un par de minutos después y Marcos se subió manteniendo las distancias. El aire acondicionado le alivió hasta que un segundo después empezó a preocuparse por coger un resfriado, tenía que tener mucho cuidado con estas cosas. Se sentó de espaldas a la dirección del tráfico y, entre la muchedumbre, en el anonimato de autobús, vio de cerca a su perseguido. Ahora empezaba a dudar, ni siquiera se parecían tanto. Aunque eran más o menos de la misma altura y tenían rasgos similares, el otro era fuerte y tenía el pelo más largo. Pero había algo más, algo que Marcos no termiaba de ver, una especie de aire que los distinguía. Les separaba esa cualidad sutil y remota que de verdad nos define, la que hace que no baste con una foto para identificar un cadáver o que nos cueste tanto reconocer a un amigo cuando han pasado los años.

Entonces se fijó en sus ojos y lo entendió todo. ¡Esos ojos! Su mujer siempre le había dicho que se había enamorado de él por su mirada y los ojos del otro tenían el mismo brillo que los suyos habían perdido en algún momento de este último año, un brillo que solo había visto a veces en el espejo y en ciertas fotos, pero que recordaba porque era su brillo y eran sus ojos. El otro era él, pero no estaba enfermo. No llevaba un año luchando ni se miraba a sí mismo pensando en su fecha de caducidad. El otro, despreocupado y sonriente a pocos metros de él en el autobús, era todo lo que el había sido antes de que un tumor hubiera empezado a pudrirle por dentro. Ese brillo en los ojos había sido suyo y no estaba dispuesto a que una enfermedad se lo quitara. El día en que se cruzó consigo mismo por primera vez también fue el día en el que Marcos descubrió que iba a recuperar su mirada.

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